jueves, 16 de julio de 2015

Dostoyevski: un juramento fundamental

Nikolái Roerich. La estrella del héroe (1936).
   No se detuvo en el pequeño porche, sino que bajó rápidamente los peldaños. El alma, desbordante de entusiasmo, sedienta, anhelaba libertad, espacio, anchos horizontes. Sobre su cabeza se extendía, dilatada y sin fin, la bóveda celeste llena de estrellas de suaves reflejos. Desde el cenit hasta el horizonte parecía doblarse, difusa aún, la Vía Láctea. La noche, fresca y sosegada hasta la inmovilidad, había envuelto la tierra. Las torres blancas y las cúpulas doradas de la iglesia mayor brillaban sobre el cielo sembrado de rubíes. Las opulentas flores otoñales se habían dormido hasta la mañana en los arriates cercanos a la casa. La paz de la tierra parecía fundirse con la del cielo, el misterio terrenal se tocaba con el de las estrellas… Aliosha estaba de pie, mirando, y de repente se dejó caer sobre la tierra como fulminado.
   No sabía por qué la abrazaba, no se daba cuenta de la razón por la cual experimentaba un deseo tan irresistible de besarla, de cubrirla de besos, pero la besaba llorando, regándola con sus lágrimas, y juró frenéticamente amarla, quererla por los siglos de los siglos. «Rocía la tierra con lágrimas de júbilo y ama esas lágrimas tuyas…», le resonó en el alma. ¿Por qué lloraba? Oh, él lloraba en su arranque de entusiasmo incluso por aquellas estrellas que le estaban mirando desde las profundidades del infinito, y «no se avergonzaba de su frenesí». Era como si unos hilos de todos esos infinitos mundos de Dios convergieran de golpe en su alma, y toda ella se le estremecía «al entrar en contacto con los otros mundos». Sentía deseos de perdonar a todos por todo y de pedir perdón, ¡oh!, no para sí, no, sino para todos y por todo; «para mí también otros piden», volvió a resonarle en el alma. Pero a cada instante notaba de manera nítida y como si lo palpara que algo firme e inconmovible como aquella bóveda celeste le iba penetrando en el alma. Una especie de idea se adueñaba de su mente y ello ya para toda la vida, por los siglos de los siglos. Se había dejado caer al suelo siendo un débil joven y se levantó hecho un combatiente; de ello tuvo conciencia y lo sintió de pronto en el momento de su éxtasis. Y nunca, jamás, en toda su vida, pudo olvidar Aliosha aquel momento. «Alguien me hizo una visita al alma en aquella hora», decía luego con una firmísima creencia en sus palabras…
   Tres días más tarde dejó el monasterio, lo cual estaba también conforme con las palabras de su difunto stárets, que le había mandado «vivir en el mundo».


Fiódor Dostoyevski. Los hermanos Karamázov, libro séptimo (1880).

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